El Anacronópete nº01


Título: Capitulo 1
Autor: Josué Ramos
Portada: Moisés López
Publicado en: Mayo 2014

¡Nueva serie! ¿Sabíais que hubo una Máquina del Tiempo antes de la de H.G. Wells? ¿Y que la construyó un español y de Zaragoza? ¡Únete al viaje por el tiempo y el espacio de Sindulfo y su Anacronópete de la mano del escritor Josué Ramos (Lendaria, Acronos) en una aventura alucinante!

¡Únete al viaje por el tiempo y el espacio de Sindulfo y su máquina del tiempo!

Action Tales presenta
Creado por Enrique Gaspar



El rostro de Sindulfo cambió por completo al abandonar su última aventura. Dejando atrás sus logros, las amistades y el bien que había hecho por su gente, se sentía realizado al fin. Había tenido que enfrascarse en la guerra de los sitios y la batalla por la independencia para sentirse bien —la angustia y la ansiedad lo habían abandonado mientras la adrenalina corría por sus venas— pero ahora se sentía como cuando un viajero se sube al tren para abandonar su hogar. Y en parte, se sentía bien por saberse anónimo. Nadie lo reconocía ni le preguntaba por su pasado. Nadie sabía de su existencia anterior ni le recriminaba sus pecados. Todo había sido distinto en este viaje.
Pero ahora Zaragoza volvía a sus quehaceres como podía, recuperándose de las cruentas batallas; y todos los vecinos trabajaban ajenos a él. Ya no había sitio para Sindulfo, ni siquiera en el que había sido su hogar durante los últimos días. Y la sonrisa de satisfacción duró poco. La noche se volvió fría y Sindulfo caminó por inercia hacia las afueras de la ciudad, donde había aterrizado el Anacronópete.

El Anacronópete. La única alma a la que le permitiría acompañarlo en todos sus viajes. Testigo de todo su pasado. Testigo de sus locuras y sus errores. Y, aun así, sin reprocharle nada. Su única válvula de escape ante un loco mundo que se había desmoronado a su alrededor sin previo aviso.

Al llegar, comprobó nerviosamente que el contorno de la nave estuviese bien. Llamarlo nave es lo más correcto pero si estuvieses allí con nosotros verías que el Anacronópete se parece mucho más a una casa de piso y planta baja. Al aterrizar no cae con todo su peso sobre tierra sino que tiene un pequeño podio para elevarse ligeramente y protegerse así de la humedad y de otros posibles peligros del suelo. Por eso, para entrar a “la casa” hay que subir unos pocos escalones para llegar al portón principal.

Al rodearla, Sindulfo observó con detalle cada esquina de la rectangular nave y comprobó que todo estuviese en orden. Además, se fijó especialmente en los cuatro tubos que salen como cuatro trompetas —o como cuatro trabucos arqueados en siete— apuntando como bocas a los cuatro puntos cardinales: los tubos de desalojo. Estos tubos siempre debían estar en buen estado, sin obstrucciones, y operativos. Eran vitales para el viaje a través del tiempo y el espacio. Al ver que todo parecía estar bien, Sindulfo subió los escalones de acceso al piso central. En él, tras el portón y antes de entrar a la casa, recorrió la elegante galería que lo recorría todo a su alrededor para ir en busca de los espejos que había colocado estratégicamente frente a las ventanas, apuntando a los cuatro puntos cardinales.

Una vez vio que todos estaban bien, volvió al punto de partida y entró al fin a la casa.

Esta le dio la bienvenida al vestíbulo. El Anacronópete había sido diseñado para poder moverse por su interior con la mayor comodidad y celeridad, por lo que el número de paredes era mínimo. De un vistazo se podía ver no solo el vestíbulo, sino también el resto del piso, compuesto por la bodega de carga y la escalera principal, al fondo, que llevaba al piso de arriba. Tras ella y en una esquina, además, había una escalera de caracol, de servicio, más rápida y menos elegante.

Al fondo, en la esquina opuesta, se hallaban los controles vitales del aparato. Se dirigió al primero, por ser la fuente de energía de toda la nave, con pilas eléctricas que derivaban conductos a todas las dependencias. Al ponerlo en marcha con un interruptor, dos o tres palancas y un cierre de sistema, la nave le dio la bienvenida con su característico sonido de carga eléctrica.

—Buenas noches —dijo Sindulfo al aire cargado eléctricamente.

Después pasó a comprobar el mecanismo de producción de oxígeno: el mecanismo Reiset y Regnaut. En momentos como este, parados en tierra, no hacía falta porque la nave se aireaba como una casa normal, pero para viajar en el tiempo iba a necesitarlo, ya que la nave debía viajar herméticamente cerrada.

De repente, se llevó una mano a la cabeza. Esto le recordó que todavía tenía abierta la guillotina de ventilación. Era una pequeña claraboya que comunicaba la bodega con el podio de abajo. ¡La había dejado abierto todo este tiempo! Sin pensar más, se lanzó corriendo hacia ella para cerrarla. No era más que una guillotina horizontal que había que correr, como una ventana, pero era vital para la supervivencia al retrogradar a través del tiempo.

Después regresó al control de oxígeno para golpear los manómetros. A veces se atascaban pero ahora todo parecía correcto.

Enfrente a ellos estaba una máquina que comprobó solo fugazmente. No la iba a necesitar. Parecía un armario abierto, sin puertas, pero era más que solo eso. Era la máquina de aplicación del fluido García.

Ya impaciente por salir, Sindulfo corrió hacia la escalera de caracol. Nunca usaba la principal. Era una manía que tenía hacía tiempo. Y casi se mataba cada vez que bajaba por la otra. Pero no podía evitarlo.

Al llegar al piso de arriba suspiró hondo, satisfecho, al verse de nuevo en el corazón de la nave, dominando todo su centro, como un enorme y gordo clavo que sobresaliese del suelo a medio clavar. Allí ideaba Sindulfo su sinfonía, allí sonaba la música de las esferas. Allí el tiempo cantaba para él.

Primero calibró el aparato locomotor y los tubos repulsores. Y después, nerviosa y fugazmente comenzó a manejar todos los controles con ambas manos a la vez para preparar el despegue. El registro de velocidad, el control atmosférico, el reloj interno, la amortiguación… y, finalmente, frenándose en seco para disfrutar del momento, preparó y accionó la última palanca. En realidad era una palanca doble, a derecha y a izquierda, pero las accionaba como una sola. Era la batuta del movimiento final, el momento, la orden… la orden que lanzaba la energía eléctrica derivada desde las pilas, a través del centro de control, a toda la nave para ponerla en movimiento al tiempo que la volvía hermética y ajena a la atmósfera terrestre.

Al hacerlo, el Anacronópete respondió con un grito eléctrico, un gorjeo, un crujido y una sacudida.

—Hoy estás contenta, ¿verdad? —Exclamó, disfrazando el nudo que se le hacía en la garganta al recordar Zaragoza—. Pues vámonos de aquí. Venga… ¡vámonos!

Y como respondiendo a su orden, el Anacronópete, se alzó hacia el cielo.


El primer paso al retrogradar a través del tiempo es alejarse de tierra para elevarse a través de la atmósfera y subir al punto adecuado del espacio en el que hay que comenzar a retrogradar. Esto se hace a través de la energía eléctrica, que utiliza el concepto de cargar conductores eléctricos para que la nave se eleve. Después, en el punto previamente indicado, los aisladores paran la nave y la suspenden en el aire.

Es sencillo, el mismo sistema que usábamos para meter cajas de provisiones dentro. Se colocaban en el podio, bajo la bodega, se abría la guillotina horizontal y por ese mismo sistema las cajas subían y se paraban, listas para ser recogidas, en el interior. Si se querían subir al primer piso —si se trataba de ropa para los aposentos, por ejemplo— no había más que subir y abrir la segunda guillotina, colocada justo encima de la anterior, para que las cajas siguiesen su ascenso. Pero esto solo sirve para moverse en el espacio hacia arriba o hacia abajo.

Para entender fácilmente todo el proceso, lo primero es explicar el concepto de viaje en el tiempo. Todo comenzó con un sueño de Sindulfo, algo que todavía lo atormenta y de lo que todavía no podemos hablar. Un problema todavía sin resolver y sin solución. Pero la chispa de sus males y sus miedos es también la chispa que inició su andadura a través del tiempo. La chispa que le metió en la cabeza la idea de crear el Anacronópete y el método para hacerlo funcionar.

Primero hay que entender que la atmósfera que rodea la Tierra es el tiempo. Según la Tierra gira, el tiempo se va asentando como una gasa, en la atmósfera, alrededor de su orbe. Según se avanza en el tiempo y en la rotación del eje, los siglos se van asentando en la atmósfera.

El Anacronópete utiliza sus tubos de desalojo para avanzar a través de esa “gasa”. Como si fuesen cuatro palas y el Anacronópete fuese un minero que utiliza sus palas delanteras para sacar tierra —o tiempo, o atmósfera— de delante y pasarla atrás, a sus palas traseras —o tubos de desalojo traseros—.

Solo hay que colocarse en dirección opuesta a la rotación terrestre, de Este a Oeste, indicarle a la nave en qué punto de la atmósfera hay que comenzar a excavar y empezar a avanzar.

Los cálculos en este sentido son demasiado complicados para que cualquiera lo entienda, pero la habilidad de Sindulfo era más que notable. Sabiendo, por ejemplo, que el Anacronópete retrogradaba 20 años por hora, sacaba todos sus cálculos a partir de ahí, logrando además una increíble precisión a la hora de colocarse geográficamente sobre el punto deseado.

El Anacronópete debía su nombre al origen griego de tres palabras (And, kronos y petes) convirtiéndolo en “el que viaja atrás en el tiempo” o “el que retrograda”. Para regresar al futuro, solo podía retornar al punto de partida, sin avanzar más allá. Este nombre no era exacto, sin embargo, para la versión real del aparato. Conociendo sus características y sus errores al detalle, Sindulfo logró ir más allá de su sueño para crearlo con la capacidad de viajar adelante en el tiempo. Así, por ejemplo, desde donde estaba en este momento, el final de la guerra de los Sitios de Zaragoza, podría ponerse en el siglo XXI, doscientos años después, avanzando en la misma dirección de rotación de la Tierra, en unas diez horas.

Pero la mente de Sindulfo era un caos en este momento y no podía pensar con claridad. Por primera vez, se sentía solo de nuevo. El Anacronópete era una casa vacía con demasiadas luces encendidas y ventanas a ninguna parte. No se oían voces en su interior. No se oía más que sus respiraciones. La suya, acelerada y cargada de ansiedad; y la del Anacronópete, regular y en espera de órdenes. Poco a poco, centrándose en la respiración de su nave, olvidándose de su Clara, Sindulfo procuró mantener la calma. El Anacronópete le ayudó a mantener la calma y no perder los estribos, pero no podía dejar de pensar que respondería ciegamente cualquier orden que le diese.

Podría estrellarse y se suicidaría con él. Nadie lo sabría. Podría viajar atrás, de nuevo al principio de la Creación, y ver deshacerse la Tierra de nuevo en mil pedazos…. su respiración volvió a agitarse. No quería volver a sentir aquello. No podía volver a sentir la retrogradación de la Tierra y del tiempo mismo. Su corazón comenzó a latir de nuevo a mil por hora. El Anacronópete procuró calmarlo de nuevo, ayudándole a mantener el ritmo, pero no lo logró.

Sindulfo no podía pensar más que en la destrucción que había vivido. Ver el momento de la Creación a la inversa, retrogradando: la destrucción del Todo. Y no podía soportar que todo el mundo lo hubiese olvidado y que él jamás fuese capaz de huir de aquel recuerdo.

Aterrado, se lanzó con todas su fuerzas a los mandos para ordenar al Anacronópete huir lo más lejos posible del momento de la Creación. Avanzó… avanzó… avanzó….

— ¡Vámonos de aquí! —gritaba—. ¡Vámonos, por favor!

La respiración del Anacronópete se aceleró y la de Sindulfo con él. Comenzó a tener alucinaciones y a ver piedras ardientes dentro de la sala siendo lanzadas hacia él. Fuego y lava por todas partes. El Vesubio en llamas, desbordándose por la escalera de caracol, persiguiéndolo hacia arriba. Piroclastos atravesando el suelo como los niños que lanzan piedras contra las telas de araña mojadas por el rocío. Todo se desmoronaba a su alrededor.

—No. No puede ser. No podemos estar yendo hacia atrás. ¡Otra vez no!

Sin saber bien qué hacía, casi por inercia, confirmó las órdenes de la consola del Anacronópete. Y volvió a impulsarlo hacia delante.

— ¡Nos persigue! —gritaba, enloquecido—. ¡La Creación misma nos persigue por nuestros pecados, Ana! ¡Nos persigue! ¡Llévame lejos de ella, por favor! ¡No dejes que me atrape! —Lloraba como un niño—. ¡No dejes que me atrape!

Huyendo del fuego y las piedras que ardían a su alrededor, se dirigió corriendo a la sala de los relojes, una pequeña sala coronada por dos grandes relojes de carillón, y en la que había decidido colocar decenas de relojes más sobre una mesa.

Uno de los relojes marcaba el tiempo interno, el tiempo del Anacronópete. El otro, marcaba el tiempo al que se había decidido huir. Ahora el primero adelantaba, corriendo a su ritmo constante de veinte años por hora, tratando de alcanzar al reloj contiguo, a su meta. Pero el segundo, en lugar de estar parado, con un destino fijo, también corría hacia delante, irregularmente, a trompicones. Era imposible calcular en qué momento el primero alcanzaría al segundo para pararse. Ni siquiera se podría saber si lo lograría algún día. Lo único evidente era que ambos corrían descontrolados hacia delante, en una carrera sin fin y sin freno.

Sindulfo se tumbó en posición fetal en una esquina, rogando a la Creación de Dios que lo dejase vivir en paz, que dejase de perseguirlo y que le perdonase todo el mal que le había hecho, que olvidase que le había metido el dedo en el ojo y que la había sacado de su propio eje, que la había rehecho con la mente de un loco. Y suplicaba, por encima de ella, a su Anacronópete, en quien realmente depositaba toda su fe, que la ayudase a huir de la ira de la Creación.

Llorando desconsolado, sin ceder un ápice de vida su ataque de ansiedad, Sindulfo sintió que el fuego y las piedras no atravesaban esta sala. La destrucción del exterior no lo alcanzaba aquí. Nada podía alcanzarlo aquí. Y sintió que, al fin, el Anacronópete respondía a su llamado y creaba para él este santuario. Este sanctasanctórum dentro del templo del tiempo mismo, para protegerlo de su pasado.

La respiración del Anacronópete ayudó a acompasar su corazón. Y, finalmente, junto al arrullo de las decenas de relojes que cantaban para él con sus agujas, cuerdas y carillones, se durmió.

Lo despertó una fuerte sacudida que le hizo golpearse violentamente la cabeza contra el suelo. Aturdido, tardó unos segundos en darse cuenta de que no era solo su cabeza lo que daba vueltas sin control. Se había quedado dormido y el Anacronópete era una olla a presión dejada al fuego sin supervisión.

Su primera reacción fue mirar los relojes de control. Los dos estaban a punto de encontrarse. El primer reloj estaba a punto de alcanzar al segundo, que corría ya por el siglo XXXIII, más allá de la historia conocida.

Sindulfo se levantó de un salto para salir de la habitación fugazmente. Al abrir la puerta y salir no pensó en lo que había pasado antes de dormirse. La destrucción que había vivido y que la nave había estado sufriendo no era real, pero ahora el centro de control estaba envuelto en llamas. Los conductos eléctricos a su alrededor estaban ardiendo. Se asomó por la escalera de caracol, que hervía de calor, y pudo ver que el aparato productor de oxígeno estaba rodeado por llamas. Si lo alcanzaban estaba acabado. La explosión acabaría con todo.

Todo su afán fue lanzarse al centro de control para frenar el movimiento. Por entre las llamas, tiró bruscamente de la palanca con todas sus fuerzas para apagar todo el aparato eléctrico del sistema locomotor, forzando a los tubos neumáticos a dejar de funcionar. Al hacerlo, sintió cómo el Anacronópete gritaba de dolor en medio del espacio, como si le arrancasen parte de su ser, al tiempo que se frenaba en seco con una sacudida. Y, de repente, una desagradable sensación en el estómago le indicó que caían al vacío verticalmente, como un plomo.

Esquivando el fuego, bajó las escaleras de caracol lo más rápido que pudo, trastabillando, saltándose escalones y sujetándose a la barandilla para no caer rodando. Se golpeó la barbilla más de una vez contra el ardiente metal y, con una última sacudida que dio con sus huesos en el suelo, logró dejarla atrás.

Sintiendo que las sacudidas ya le impedían recuperar el equilibrio, se arrastró por el suelo hacia la guillotina horizontal que daba al podio exterior, y la abrió de un golpe.

Una rama suelta le golpeó la cara y entró como una exhalación, perdiéndose al interior de la nave, soltando sus hojas por el camino.

Con el aire golpeándole fuertemente la cara y su sudor perdiéndose en el vacío, Sindulfo esperó unos segundos, viendo cómo el suelo se le venía encima, hasta que el fuego se relajó. No podía quedarse ahí parado esperando a que se sofocase por completo. Antes se estrellaría.

Así que regresó arrastrándose hasta el piso de arriba para, fugazmente, encender y reiniciar toda la nave que, lejos de compensar su movimiento, continuó ejecutando sus órdenes perdiéndose sin control. ¿Qué podía haber provocado, fuera de la atmósfera, donde el Anacronópete es intocable, que se descontrolase sufriendo tales sacudidas? ¿En qué época del tiempo se estaba parando?

 Volvió corriendo a mirar los relojes. Ambos se habían parado en el verano de 3.289. Fuera de control más allá de los límites de lo conocido. Y estaba solo.

Regresó trastabillando al centro de control.

Se dedicó a forzar los compensadores y el regulador eléctrico para tratar de estabilizar la nave, pero apenas pudo notar sus efectos. Las sacudidas eran cada vez mayores.

Miró los controles atmosféricos. El termómetro rozaba los 40 ºC y el barómetro se movía en torno a los 1024 mb.

No sabía qué más hacer para estabilizar la nave. Escoraba cada vez más.

Lo único que se le ocurrió hacer ya fue asomarse a los anteojos de gran potencia, para tratar de ver el exterior. Lo que vio lo sobrecogió más allá de lo que hubiese imaginado. En lugar de estar a gran altura, la nave bailaba sin control cerca de una frondosa selva. Parecía que fuese a chocarse en cualquier momento con las copas de los árboles más altos.

A pesar de haber reiniciado las corrientes eléctricas de la nave, el fuego estaba cediendo y ya casi había desaparecido por lo que ya no necesitaba la guillotina abierta. Además, era vital cerrarla para recuperar el hermetismo de la nave. Sin ella, estrellarse sería fatal.

Bajó de nuevo las escaleras de caracol como un rayo pero, esta vez, inesperadamente, la nave se sacudió lanzándolo desde aquella esquina al centro de la bodega, como si fuese un desagüe, lanzándolo por la cloaca.

En el último segundo, Sindulfo se agarró con todas sus fuerzas al borde de la ventana. La distancia entre las copas más bajas de la frondosa arboleda y la guillotina era cada vez menor; y él estaba en medio. La caída sería más leve de lo esperado; pero también cabía la posibilidad de que la casa perdiese el control por completo y lo aplastase al caer a tierra.

Antes de que pudiese hacer nada más, sus uñas se desprendieron de la casa y su cuerpo cayó, separándose en el aire de la nave. Mientras caía, pudo ver fugazmente que la selva terminaba poco más allá en un abrupto acantilado por el que ahora se precipitaba el Anacronópete. Perdiéndose en una muerte segura lo último que pudo pensar fue que no había rehermetizado la nave. Cayese donde cayese, estaría a su suerte. Con la caída del terreno perdió de vista la nave. Ya nada le importaba. Y cayó. Cayó por entre los árboles y sus ramas, golpeándose con todas ellas, hasta tocar el suelo de narices.

Agotado y derrotado, decidió quedarse tumbado para descansar un minuto. Solo un minuto que dedicó a pararse a pensar en lo que estaba pasando. Una lágrima se le cayó de la cara y fue a regar el suelo, que ya de por sí despedía un fuerte olor a humedad.

Recordando que había partido del final de la guerra de los Sitios, en el año 1.809 y si la fecha de 3.289 que marcaba ahora la nave estaba bien, había recorrido un total de 1.480 años. Y teniendo en cuenta que la velocidad constante del Anacronópete era de 20 años por hora, calculó que había estado durmiendo un total de ¡74 horas! ¡Había estado inconsciente durante tres días!

Como las piernas comenzaban a hormiguearle, Sindulfo decidió moverse. Tenía los brazos entumecidos, así que tardó un rato en girarse para estar boca arriba y tratar de despertar las piernas. Al hacerlo, un alarido se le ahogó en la garganta con las arcadas que le impidieron gritar.

El hormigueo no era una sensación de sus piernas: ¡era un hormigueo real! Cientos de hormigas rojas de más de cinco centímetros correteaban por sus piernas, desde los tobillos hasta la ingle, tratando de entrar a sus pantalones y picándole la piel. Estaban comenzando a devorarlo vivo. Y por si fuera poco su sola presencia había atraído a un grupo de sanguijuelas que habían sabido discriminar la tela de su ropa para colarse bajo ella y adherirse a la piel de sus piernas. La más pequeña de ella era el doble de grande que cualquiera de las hormigas. Y entre ambos grupos, se disputaban el trofeo que acababa de caerles del cielo.

Sindulfo se levantó de un salto, olvidando el dolor de la caída, para ponerse a salvo de aquellas bestias. Se quitó a las hormigas de encima, que no tardaron en abandonarlo para vagar sin rumbo por la tierra mojada.

Pero las sanguijuelas eran más de las que hubiese esperado y no cejaban en su empeño de atacarle. No tenía tiempo de quitarse las que parasitaban su piel. Simplemente se lanzó de un salto sobre un tronco caído para apartarse del suelo, pero las sanguijuelas que todavía no habían tenido tiempo de acercarse a su cuerpo, comenzaron a trepar para alcanzarlo. Debían de ser una cincuentena y se movían con una velocidad inesperada en unas bestias semejantes.

Asustado, Sindulfo optó por subirse al tronco del árbol más cercano. Subió sin mirar abajo, a la altura de poco más de un metro. Y cuando miró, pudo ver que las sanguijuelas lo perseguían. Pudo ver cómo se aferraban a la corteza con los dientes para trepar. Algunas dejaban marcado al árbol y otras, más voraces, hasta le arrancaban pedazos de corteza, haciéndolo sangrar.

Subió otros tres metros más y, por suerte, las bestias cedieron y dejaron de perseguirlo. Al verlo tan lejos y envuelto entre las espesas ramas de los árboles, se dejaron caer al mullido suelo para dispersarse.

Sintiéndose al fin a salvo, Sindulfo respiró hondo y se remangó las perneras del pantalón. Tenía al menos veinte sanguijuelas en ambas piernas. Se quitó el pantalón como pudo, entre el dolor que lo entumecía y el poco espacio del que disponía para moverse, y se repasó cada centímetro de piel en busca de más. Le habían subido hasta la cintura.

Mientras iba arrancándolas de su piel, una a una, no podía dejar de pensar en lo extraño que le parecía que aquellas bestias pudiesen “atacarle”. El objetivo del fluido García era volver inmutable al viajero a los efectos del tiempo. Esto blindaba su genética y sus células contra el rejuvenecimiento, hacia atrás; o contra el deterioro, hacia delante; lo cual derivaba en que el viajero fuese inmutable ante cualquier tipo de ataque. Los golpes, las balas, las flechas… nada podría hacerle daño. ¿Cómo, sin embargo, lograban los insectos violar ese blindaje?

Una de ellas era tan gorda que al caer al suelo, contra el tronco del árbol caído, se clavó en una astilla y reventó en una explosión de sangre espesa que no tardó en atraer de nuevo la atención de las hormigas. Curiosamente, ninguna sanguijuela acudió al llamado de la sangre gratuita.

Al lanzar la última de ellas al suelo, descubierta en su cadera, Sindulfo se percató de que la oscuridad había caído poco a poco sobre él. El sol ya se perdía por el horizonte y la noche caía sobre la selva. Con tan poca luz era ya imposible bajar del árbol. Mucho menos tratar de avanzar por la selva.

Como pudo, arrancó varias ramas del árbol para confeccionarse una rudimentaria cuerda con la que amarrarse a la rama en la que estaba sentado y trató de dormirse. Entre el calor sofocante, los ruidos de la selva y la desagradable experiencia vivida, apenas pudo descansar entre pesadilla y pesadilla.

Continuará…

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